jueves, 15 de septiembre de 2011

Fe en el ser humano


*{Leonardo da Vinci}
Fe en el ser humano 


AHORA que ya carezco de ella, podré referirme a la fortaleza corporal que siendo niño nunca creí tener. Como consecuencia de esa falta de fe me pasé horas y horas del recreo dando vueltas en solitario alrededor del campo de fútbol de El Pompeo. El Pompeo, así era como le llamábamos al lugar en el que transcurrían nuestras clases de gimnasia y nuestro tiempo de recreo, durante los años lentos del bachillerato en el que entonces se conocía como el Instituto de El Posío. A fuerza de correr tanto en solitario me acostumbré a competir solo conmigo mismo y tardé tiempo, hasta cuarto de bachillerato, en hacerlo con los otros.

A la vuelta de un verano, sin habérmelo pensado antes y en cuestión de segundos, decidí devolver con un sopapo el golpe que un compañero, habituado a ello, me había propinado con los nudillos de sus dedos en la intersección de los músculos del antebrazo. Fue todo un acontecimiento. Por la tarde, ya en el colegio menor, tuve que enfrentarme a otro de los habituados a colgar en mi cuerpo todos los bofetones que su alto índice de testosterona le indicase. Constituyó otro suceso. A final de curso me quedaron cinco asignaturas y no pude presentarme a las pruebas de reválida del bachillerato elemental. Fue cuando comencé a competir con otros.
Hasta entonces, las dudas sobre mi fortaleza física me habían convertido en un cobarde. Pero a partir de los enfrentamientos con mis antiguos maltratadores y más tarde amigos, empecé a ser considerado un valiente. Sin embargo yo era el mismo ser. Por eso empecé a creer que no somos como nos vemos, ni siquiera como somos, sino como los demás nos ven y nos aceptan. Hasta entonces yo había sido un cobarde.
Realmente nos formamos durante las dos primeras décadas de nuestra vida. Nuestros códigos de conducta dependen de ese tiempo que media entre el nacimiento y la relativa madurez de la juventud. Quizá porque eso sea así como sospecho pensé siempre en cómo llamarles a aquellos que, dudando de su fuerza corporal, son considerados cobardes, pero que dotados de otra fuerza, no sé si llamarle de carácter o de espíritu, no temen a esa soledad que otros tanto temen. ¿Cómo llamarles, valientes?
Desde entonces dudo de la gente gregaria, qué le voy a hacer, de los que buscan en el grupo, en la ovejuna grey, el amparo que su debilidad de espíritu les aconseja buscar. ¿Les llamaremos también cobardes a estos? No lo sé, ni tampoco es esa mi intención.
Tan solo quería dejarles constancia, a ustedes, a los que me siguen día a día, de la opinión que tácitamente se ha ido dibujando en estas líneas acerca de los que se amparan en el grupo y vociferan amparados, cuando no en la masa, en los índices de audiencia, en las tendencias del mercados y en todo cuanto tenga que ver con la ocultación del individuo en la espesa niebla de la masificación y el desamparo de uno mismo. Mi fe en el ser humano, tomado de uno en uno y dependiendo de sus actos. Solo de ellos.
A. Conde

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